Por Rogelio Buendía Abréu
Las Noticias,
Huelva 6 de Julio de 1927
Para el admirado poeta Adriano del Valle, andaluz que ha visto Andalucía.
A nuestras manos llegan dos folletones del periódico madrileño El Sol, en los cuales y con el título “Teoría de Andalucía”, el ilustre pensador D. José Ortega y Gasset hace unas apreciaciones sobre nuestra región y el carácter de los andaluces, que juzgamos en muchos puntos erróneas y apasionadas.
Por ambas cosas, y por venir de un hombre que representa un valor positivo y eminente entre los intelectuales de España, no podemos dejar de tratar de refutarlas con toda la energía que presta a nuestro ánimo el amor a la tierra en que tuvimos la dicha de nacer.
Reconocemos los méritos del autor de “Las meditaciones del Quijote”, y reverentemente nos descubrimos ante su gran talento; pero sinceramente creemos que en el trabajo aludido se ha partido muy de ligero.
Y hacemos esta afirmación porque para juzgar y definir una cosa no es bastante una teoría, mejor o peor enunciada sobre el papel, y al correr de la pluma. Es de mayor efecto, y pesa más la práctica que dan las cosas vividas y estudiadas sobre el terreno.
Un gran arquitecto puede, sin duda, planear imaginativamente una escalera para llegar hasta el firmamento; pero es lo más fácil, que por error de cálculo, se encuentre que al llegar al último escalón vea con el natural asombro que no había contado que tenía que dejar el espacio necesario para colocar la puerta de entrada, y que el postrer escalón cerraba el trecho.
Esto es lo que creemos que le ha ocurrido al ilustre autor de “España invertebrada”. Que ha sufrido una pequeña distracción y ha hecho una pintura cuyos colores no se ajustan, ni mucho menos, en todo, a la realidad.
Nos muestra el Sr. Ortega y Gasset a la España del S. XIX como sometida a la influencia espiritual –hegemónica, dice él- de Andalucía.
El sombrero de catite –prenda que usaron en su tiempo solamente los bandoleros y gitanos- es el símbolo de nuestra región, y según la peregrina teoría del ilustre pensador, predominó sobre las demás prendas con que cubrieran sus seseras los españoles de aquella época.
Define a la Andalucía de entonces diciendo que es un terrado, unos tiestos, y cielo azul y que son considerados como héroes nacionales el ladrón de Sierra Morena y el contrabandista. Añade a continuación que España entera sentía justificada su existencia por el honor de incluir en sus flancos –en uno de sus flancos quiere decir- a esta Andalucía de cante jondo y baile flamenco que no describiera mejor que él cualquier autor extranjero de los que han despotricado, con mejor o peor fe, sobre nuestras costumbres. El talante preclaro de sus hijos no aparece en esta descripción para nada. No existe para el teorizante, y es harto depresivo para el resto de la nación, el representarla dejándose influenciar por una región tan chabacana como la que se describe.
Para el autor de la citada “teoría” el andaluz campesino vive todavía sujeto a una semidieta de gazpacho.
Este modo de engañar el hambre, puede ser que existiera en otros tiempos en algunos pueblos. En mi provincia –Huelva- no se padeció jamás tamaña miseria; y hoy ni aquí, ni en ningún lugar; por pobre que sea, sale un hombre a trabajar al campo a trabajar por tan poco nutritivo alimento. En cuanto al resto de los andaluces, si no comen tanta carne como los norteños, es porque el desgaste de sus calorías no les exige el comer más. Es cuestión de clima, y no de mejor o peor cocina. Sabemos que el autor de “El Espectador” no es andaluz, aunque creemos que la segunda enseñanza la cursó en el Instituto de la ciudad de Málaga.
Suponemos que desconoce la Andalucía actual, y por lo tanto no nos extraña la definición que hace de nuestro carácter, ni el que confunda el cuchillo sevillano, procaz y dicharachero, por las personas que trabajan con ahínco por el engrandecimiento de la ciudad.
Sevilla, Málaga, Huelva, Córdoba, Granada y demás capitales son hoy ejemplos magníficos del empuje formidable del trabajo y la actividad de los hijos de la noble Andalucía, a los cuales el Sr. Ortega y Gasset califica con demasiada ligereza, de holgazanes. Y como si esto fuera poco, compara nuestra raza con egipcios y chinos, por sus pocos arrestos bíblicos y su floja resistencia a los invasores de su suelo. Según él, tanto el chino como el andaluz oponen a aquellos la resistencia del colchón; esto es, ceden.
Mal momento ha elegido el articulista para hacer tamañas aseveraciones, cuando precisamente ahora, tanto Egipto como China, están dando grandes muestras de entereza y de amor a su independencia… De un grave pecado tenemos que acusarnos los andaluces, y es el desmedido afán que tenemos de no reconocer jamás el talento, o el valor de nuestros paisanos. Este es realmente nuestro defecto capital, y no la filosofía que nos atribuye el autor de la “Teoría de Andalucía”, de vivir sobre la tierra con el mínimo esfuerzo, haciendo de la pereza una especie de virtud. Palmariamente reconocemos, lamentándolo de todo corazón, que el carácter andaluz jamás se distinguió por su colectivismo y sí por su detestable individualismo, llevado hasta la exageración.
Esta falta de unión es la que debiera fustigar el Sr. Ortega y Gasset, y no echarnos en cara como un sambenito nuestra supuesta flojedad milenaria, y nuestra falta de energía guerrera para combatir al invasor de nuestro suelo.
Como error de bulto conceptuamos esta última apreciación; porque si nos remontamos a la invasión de Andalucía por los Árabes, cabe preguntar al ilustre pensador: ¿Podían los andaluces de entonces –yunque sobre el cual descargaba un yunque numerosísimo y bien armado- aguantar ellos solos el terrible nublado que cubría casi por entero el territorio peninsular? ¿De dónde les podía venir auxilio? ¿No sabe el articulista que
Dios protege a los malos
cuando son más que los buenos?
En los hechos que se narran en la Historia no hay que fijarse tan sólo en su magnitud, sino que debemos tener muy en cuanta las consecuencias que en un porvenir más o menos remoto, de ellos se derivan.
Y en el caso concreto de la invasión de Andalucía, la consecuencia inmediata fue el aislamiento en que se vio.
Nuestra región, aún más que la de Valencia y Murcia sufre los rudos asaltos de los sarracenos, codiciosos de sus riquezas, no con la muelle resistencia de los chinos, sino de la misma manera inevitable con que sufren los embates de un mar encrespado, los arenales de la costa más cercanos al líquido elemento.
En un principios resisten los feroces zarpazos, domando así algo la bravura del coloso; pero al cabo son anegados por las aguas tumultuosas, que vencida esta primera resistencia, se van extendiendo con relativa suavidad por la parte más elevada de la playa, y allí hacen alto cual si cansadas se sintieran.
Cuando la riada oriental, después de vencer la resistencia de los andaluces y la que le opusieron los habitantes de los aún nonnatos reinos de Castilla y León, se topó con el muro que a su paso levantaron astures y cántabros, ya el primero y más bárbaro ímpetu de la corriente que de los campos meridionales subían inundándolo todo, iba un tanto domado, y los montes de Asturias y Cantabria, fueron para aquella marea humana lo que las arenas de la parte alta de la playa, para las aguas del mar.
Imagen: Arco del triunfo de París, donde aparece Andalucía como una de las naciones conquistadas por Napoleón (Fuente: identidadandaluza).
Dice el insigne Ortega y Gasset que el pueblo andaluz no es guerrero.
Colectivamente quizá no lo sea, y esto prueba que su civilización y su cultura no son meramente campesinas, como aquel afirma de manera rotunda.
Y se da el caso singularísimo de que a pesar de esta carencia de vis guerrera que le atribuye el teorizante, es precisamente de esta Andalucía tan poco dada a funciones bélicas, de donde sale el único guerrero español que puede codearse con los más grandes genios de la guerra que la humanidad haya producido en el transcurso de los siglos: El Gran Capitán Gonzalo de Córdoba.
Odiar la guerra y abominar de sus horribles estragos, no podemos reputarlo nunca como cobardía ni amaneramiento, y mucho menos como falta de amor y energía para defender el solar patrio. Todo lo contrario, porque un pueblo ofendido entra en ella, aunque la repudie.
Allá va la prueba de lo que a este respecto toca a nuestra tierra tan blanda, según el Sr. Ortega y Gasset, a nuestros invasores.
Muy reciente está todavía la invasión de los ejércitos franceses que llevó el luto y la ruina a todos los ámbitos de la tierra española.
Entraron los soldados de Napoleón en todas partes, y del mismo modo llegaron a este paraíso, que se llama Andalucía, pueblo holgazán y flojo, con flojedad de dinero, según la donosa “Teoría” del autor que motiva estos renglones.
Desde la rendición de Granada, ningún ejército extranjero había hollado con sus plantas el suelo andaluz.
Y ahora preguntamos nosotros:
¿Flaquearon los andaluces? ¿Se entregaron inermes en los brazos del invasor?
Sería volver las espaldas a la historia, cerrando los ojos adrede, para no ver que en esta ocasión –la más reciente que todos conocemos- los pueblos de Andalucía, dando de lado al tradicional individualismo, se unen, y forman un apretado haz para defender sus hogares, y la independencia de la nación.
De todos lados, como fantástico hormiguero surgen partidas de guerrilleros, que sueltos o unidos al ejército regular, combaten de manera desesperada, y mueren matando, con el mismo entusiasmo, con igual coraje que los demás españoles.
El colchón andaluz se puso duro, y testigos de ello son todavía los viejos pozos de las casas de multitud de pueblos, en cuyos fondos, y revueltas en el légano centenario, aún se pueden hallar pruebas fehacientes, muestras inequívocas del cariño y dulzura con que nuestros abuelos acogieron al invasor.
No contentos con esto, aquellos blandengues andaluces quisieron hacer, e hicieron lo que nadie había hecho en el mundo: vencer a Napoleón.
Gentes de Córdoba, de Málaga, de Sevilla, de todos los rincones más apartados de la región, en abigarradas mezcolanzas, se unen a los soldados que manda el General Castaños, y sufriendo los rigores de un sol que hace que se respire fuego, ganan la batalla de Bailén, que es el principio de Santa Elena.
Y esta humillación de las águilas imperiales, que parecía inconcebible en todo el mundo, se hizo como se hacen todas las heroicidades, de una manera sencilla, ruda tal vez; ¡con las varas de los arrieros!
Y vamos a otro punto.
La pereza de Andalucía, la achaca el Sr. Ortega y Gasset a la vejez de la raza que puebla esta región. Esta vejez y esa raza a que se refiere en su “Teoría” son muy discutibles y de origen confuso, pues la civilización milenaria que indica, y que resbalando por el frontal de la Libia, influyó en Oriente, se supone que se desarrolló solamente en la presunta región de Tartesos, o sea, en los pueblos comprendidos entre los ríos Guadiana, Odiel y Tinto. El resto de Andalucía, incluso Sevilla, no puede ser incluido en aquélla.
Pero dejando a un lado tantas otras razones como pudiéramos aducir, y que harían interminables este artículo, tiene nuestra región en su historia un hecho tan excelso, que ningún pueblo del mundo lo registra en la suya, el cual, por sí solo, aunque fuera cierto su pecado de pereza, le sería perdonado, no una, sino mil veces. Este episodio sin par es el descubrimiento de América.
¡Bendita seas por los siglos de los siglos, ¡oh, mi gloriosa Andalucía!, de cuyas entrañas nacieron las madres de aquellos bravos marinos que acompañaron a Colón y a los Pinzones en su temerario viaje, para ofrendar a la Humanidad un nuevo mundo!
Juzgue el lector ahora, y diga lealmente, si un pueblo, entre otros mil, diera a la patria héroes tales puede ser nunca tachado de holgazán y de poco idealista.
La verdad es que cuando empezamos a leer su artículo, esperábamos otra cosa, más honda, más trascendental y sobre todo algo más nuevo, digno de la preclara inteligencia y de la justa fama del autor de la “España invertebrada”.
Fuente: GONZÁLVEZ ESCOBAR, José Luis, “Andalucía vista por los onubenses: de Jacobo del Barco a Buendía Abréu”, en VVAA, Actas del VI Congreso sobre el Andalucismo Histórico, Sevilla, Fundación Blas Infante, 1995
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