Discurso de apertura del Congreso de Cultura Andaluza, Antonio Gala, Mezquita-Catedral de Córdoba, 2 de Abril de 1978
En 1883, Machado Álvarez, Demófilo, definió el pueblo como
la nebulosa de la que se desprende, por diferencias inapreciables, esos astros
que se llaman individuos. Y llamó pueblo al “conjunto” de hombres y mujeres que
por las condiciones especiales de su vida, se diferencian entre sí lo menos
posible y tienen el “mayor número de notas comunes”. Son pobres y consumen su
energía, decía, en trabajos principalmente físicos y tiene, por la escasez de
su cultura, horizontes menos amplios en que desenvolverse que los hombres ya
más adelantados. En ellos, agregaba, predominan el sentimiento y la fantasía,
siendo en este sentido más poetas que los hombres cultos y eruditos, por estar
más cerca de la niñez que los otros.
De todas las regiones españolas, Andalucía acaso sea la que
mas tiene más pueblo: la que – con arreglo a las palabras del padre del
inagotable Antonio Machado-junto a los astros individuales, más visibles, posea
la nebulosa más extensa. Pero, ¿se esta seguro de que exista algo que pueda
llamarse lo andaluz; algo que sustente la variedad tan extremada de las
Andalucías, desde su formas de pronunciación hasta su formas de lidiar la
vida?... Prescindo de las diferencias sociales; hablo de un pueblo. Pero
suponiendo que los habitantes de cada Andalucía fuesen idénticos, hagamos unas
cuantas preguntas:
¿Que relación cabe entre los naturales del Santo Reino de
Jaén-que son casi como manchegos exhaustos por el esfuerzo de atravesar
Despeñaperros, hasta el punto de que su ronquio podría atribuirse a la
dificultad respiratoria originada por esa fatiga histórica-y los lúdicos y
chirigoteros gaditanos, por lo contrario continuos desobedientes a la exigencia
centrípeta de Castilla la Vieja? ¿Y quien, además, y partir de que momento, se
ha atrevido a llamar vieja a Castilla, cuando el pueblo andaluz es el más
antiguo del mediterráneo, más aún que el romano y que el griego? Castilla la
Vieja será vieja comparada con Castilla la Nueva. Pero eso, en el fondo, es
cosa de ellas dos.
Y Málaga ¿es tradicionalmente liberal por marinera y por muy
devuelta, o más que liberal será una distraída? Málaga, esa mezcla de gloriosa
de gesto y cochambre, en cuyo censo íntimo, como en el de Jerez, tanto abundan
los apellidos extranjeros, sin siquiera sea acomodación a una lengua más aterciopelada
que endulzó los apellidos alemanes y suizos en la Carolina o la Parrilla, donde
se asentaron los emigrantes de países que dos siglos después están dando
trabajo a nuestros emigrantes. Porque todo el mundo sabe que la vida da muchas
vueltas, pero hay algunas que son verdaderamente vueltas de campana.
¿Ha heredado Málaga de Sevilla la conciencia de ser un
ballet en el que todos los sevillanos debían participar? (eso pensaba
Ortega-para el agrado de sus visitantes), ¿o en realidad, a Málaga le traen al
fresco los espectadores de los que mas o menos vive y es ella la que así misma
se divierte? ¿Hasta que punto un flamenco, ya metido en harinas, baila o canta
para quien le pagó? ¿Puede un turismo, ni demasiado rico, ni demasiado largo,
mudar idiosincrasias milenarias? ¿hacer más confortable una silla de aneas, o
aliviarse en una solea? ¿Diluirán la actitud trascendental de un pueblo o la
agudizarán por reacción?
Sevilla, una de las ciudades más ultrajadas por la sociedad
de consumo ¿ha sido ya vencida? Esa cabeza de las Indias, tan cantada ¿habrá
dejado de cantar? ¿Era en serio, tan superficial como se dijo? ¿En el
señoriíto, la guasa, las eses resbaladas y las palmas se acababa Sevilla? ¿No
había, ante la más evidente representación, una oscura mirada de repulsa hacia
los que esa representación encandilaba? Cuando marchando hacia el destierro
francés y hacia la muerte le pregunta la anciana y desvivida y atónita Ana Ruiz
a su desvivido hijo Antonio Machado, ¿llegaremos pronto a Sevilla?, ¿acaso no
le estaría preguntando por el lugar del refrigerio, de la luz y de la paz, como
la Iglesia católica define el último paraíso?
¿Y Granada?... Esa Granada que se parece a Toledo no por lo
árabe, sino por lo hebrea, ¿es que se la inventaron, como a Calderón de la Barca
los románticos? ¿Es que el dialogo del Albaicín y de la Alhambra está montado
por Pepe Tamayo? ¿Que es Mariana Pineda?, ¿un personaje bastante flojo de
García Lorca?... Entonces las Cortes de Cádiz serían solo una comedia de Pemán
y la historia de nuestras agitaciones campesinas una broma de Díaz del Moral,
el notario de Bujalance. Y nada que se asemeje menos a la bandeja ofrecida de
Granada que la recóndita de Córdoba y el mutismo de ojos vociferantes de su
pueblo. (La mesocracia es otra cosa: cuando no habla, que es muy pocas veces,
es porque no se le ocurre ninguna tontería y no por senequismo.)
¿Entusiasmara a Córdoba alguien con un plan de desarrollo o
una autopista del sol?, ¿a una ciudad que fue literalmente el ombligo de un
orbe y cuya aportación a la cultura occidental sólo la de Atenas puede
parangonarse? ¿Se boquiabrirá Córdoba bajo que rascacielos, si tuvo a su vea a
Medina Azahara, ante cuya belleza todos los palacios reales posteriores no han
sido más que alcobas realquiladas con derecho a cocina?
Almería deshidratada de sus hombres, ¿es que de veras se ha
maquillado para rodar bajo los focos de un plató o para ser rodada, que es
peor?, ¿la Luz de esos focos ha amortecido el sol de Almería? ¿La Alcazaba ya
no mira a la Chanca, ni la Chanca-con sus ojos sin tracoma, por fin, mira ya a
la Alcazaba?
Huelva, que es La Rábida, Punta Umbría y ver los barcos
venir; Huelva que es Juan Ramón, y El Roció y la sierra y la playa y las
marismas, ¿es sólo todo esto?
Para ser el andaluz universal, ¿no habría que elegir antes
que nada una muy concreta Andalucía?
Porque si tan distintos son sus rostros y sus talentos y sus
ademanes, una idéntica savia ha alimentado a estas ochos provincias en los
mismos manteles, sabiduría, austeridad, parsimonia y desdén; y en esa savia es
donde hay que investigar, para eso se inaugura este Congreso.
Cuenta Chateaubriand que, al coronar Sierra Morena los Cien
Mil Hijos de San Luis y descubrir la campiña andaluza, los batallones
presentaron armas, sin poderlo evitar, sin orden previa, a la tierra
maravillosa. Los cien mil franceses, aparte de no pintar nada aquí y de ser
demasiados hijos para un santo, los Cien Mil Hijos de San Luis ni siquiera
tuvieron un gesto original. Ya lo había hecho un tío segundo suyo, Fernando
III, primo de San Luis, al contemplar el tibi dabo radiante y feraz de
Andalucía. Un decorado abierto como una mano abierta, donde ha representado sus
brillantes o míseros papeles en la historia tantas razas, tantas culturas,
tantas religiones. Se excava aquí, y aparecen rosadas piedras molineras árabes,
ánforas para el aceite tartésicas, iberas o romanas, candiles de todos, las
cenizas de los muertos de todos. Sobre esta gleba tanto han pisado los siglos,
que los imperios pueden caer sin fragor apenas levantando un poquito de polvo,
como quien se echa a dormir simplemente una siesta. Andalucía conquistadora de
conquistadores, en este decorado, cuando ha sido preciso, ha cambiado de
nombre, ha mudado de templo las aras y los dioses, ha mullido en silencio para
el vencedor la cama del vencido, ha dispuesto sobre la mesa el pan que había
cocido para otro y el aceite, y se ha puesto a cantar; o quizá a lamentar o a
echar mucho de menos, pero cantando, mientras el aire leve movía los olivos de
su paisaje, de un paisaje que la luna blanquea porque lo acaricia y el sol
porque lo lame.
¿Podrá extrañar que esta actitud, paciente más que pasiva;
esta tenue gracilidad que ha sido invulnerable al embate terrible de las
centurias y de las convulsiones de las catástrofes, esta tierra que ha
convertido la cal en mármol diario, este pueblo persistente en su holgura,
sumiso e indomable al mismo tiempo, podrá extrañar que fuese el paraíso
anhelado que Castilla soñó con depredar y acabo depredando? Pero la
Reconquista, palabra que aplicada a Andalucía es, si se aplicase como
liberación, un error histórico o una simple idiotez, transformó en latifundios
los entrañables cultivos familiares, y lo que es aun peor, sembró esos
latifundios con la semilla del descontento y la insatisfacción. Desde aquellos
siglos llamados gloriosos nada funciono bien. Los andaluces se fueron a las
Indias, a Nápoles o a Flandes por las mismas tristes razones que se van hoy a
Suiza. Y los que se quedaron, moriscos o cristianos, eran igual, promovieron
recurrentes alteraciones que han venido estremeciendo la amarga historia del
alegre Sur. Y Andalucía, que podía vivir sola y de hecho vivió, sucumbió a una
desigual convivencia; no sólo no se sintió protegida, se sintió maniatada. Pasó
de ser el ornato del mundo a ser una mendiga, la madre de los pícaros; pasó de
la civilización más refinada al analfabetismo más hiriente. ¡Ay, dulce
Andalucía, atractiva y exótica, casi pecaminosa, el Hawai de los Reyes
Católicos, que pensaban retirarse a tu molicie como viejos pensionistas
ingleses!
Andalucía, reiteradamente olvidada igual que una colonia
bien segura, que inventase el flamenco por el mismo motivo que los negros
inventaron el soul, para poder quejarte sin humillaciones, porque el flamenco,
como todo lo perdurable en esta vida, es una queja, la forma de llorar un grupo
de oprimidos y aun de ese llanto el mundo ha sacado tejada. Es difícil
encontrar una nación que haya obtenido más de una de sus regiones y la haya
maltratado tanto. En lo personal, si hay otro ejemplo tal ingratitud: el de
Fernando V de Aragón, Conde de Barcelona (al que el propio para Alejandro VI
confesaba que le había dado el nombre de Católico más que nada para molestar a
los franceses), y Gonzalo Fernández de Córdoba el Gran Capitán. La mezquindad
frente a la magnanimidad; la exigencia de cuentas, frente al regalo de un
reino; las promesas mantenidas para retener a quien toda Europa codiciaba,
aprovechando que por ser su mejor súbdito no le abandonaría; la inútil crueldad
de arrasar en Montilla el solar de sus antepasados, el no dejarle nada, nada,
nada que no fuese el derecho a la queja, otra vez esa queja ante la historia y
Dios. Desde entonces, durante demasiado tiempo, Andalucía ha sido donante de
involuntaria de sangre. Y con la suya, como suele ocurrir con cualquier sangre,
grandes negocios se han realizado en otras geografías, para mayor escarnio.
Andalucía se halla largamente cansada de no recibir
respuesta a sus entregas de ahorro, de mano de obra, de consumo, de infinita
paciencia; cansada de enriquecer, con su emigración y su turismo, al común del
país, sin que tomen en serio sus problemas; cansada de que, como ella es tan
fulera y tan dada a las vanas palabras, se le quiera curar el cáncer con
aspirina y con mercurocromo. Andalucía está cansada de premeditados
desaciertos. Cansada de ser desde hace siglos tierra de conquista que se
reparten los conquistadores o colonia que explotan los de fuera dándoles un
pirulí condesciéndete a los hijos de los colonizados. Andalucía es, si, la
“Bella Durmiente”. Pero una “Bella Durmiente” se muere o se despierta. Son
demasiados años los que lleva dormida; demasiados, los que lleva aguardando ese
beso de amor, justamente lo contrario de lo que ha recibido. Y el despertar sin
vueltas ha de suceder ¡ya! ¡Ya ha sucedido! Yo he apoyado mi oído en el corazón
de nuestras gentes y sé que late con alarmante irritación. Yo conozco a mi
pueblo, porque le pertenezco y él me asume, y se que está muy harto, que le
duele la cal de los huesos de ver a la que ama mal vestida y hambrienta, con lo
tibia, lo hermosa y bien dotada que lo hizo Dios un día.
Andalucía hoy, esta misma tarde, se está poniendo en pie
para que sus reivindicaciones no sean más postergadas, ni sea desatendida su
agonía. Para que cuanto dió a España, no ya en su historia, lo que es
inconmensurable, sino ayer mismo, se tase con justicia. Para demostrar que su
destino no es suplicar que la desarrollen, sino conseguir que la dejen
desarrollarse sola. Andalucía hoy se esta poniendo en pie no para reclamar
atrasos de cuentas impagadas ni esperar que le abonen intereses de prestamos,
sino para comparecer con voz y voto en la reestructuración compleja de la
patria, en la mudanza de posiciones desiguales entre regiones que tantos
siglos, juntas, han conformado este cajón de sastre que se llama España. Porque
a pesar de todo, Andalucía no es partidaria de los separatismos, sino de las
recíprocamente respetadas y respetables autonomías. Aquella unidad española, de
que tan pronto se alardeó a finales del siglo XV fue imaginaria siempre; una
unidad impuesta sobre la base de una religión, también impuesta, en Andalucía
sobre todo. Tal unidad religiosa – estamos en un local que expresamente lo
comprueba - era la más fácil de lograr por imposición para las apariencias.
Mucho más que la unidad de lenguas, de culturas, de aspiraciones, de orígenes,
de geografías o de razas. Y sobre esa fantasmagórica unidad se edificó y se
arruinó un imperio sin que, en los tres siglos que se mantuvo, surgiera un
verdadero Estado Nacional. Y sin que la auténtica unidad la obtuvieran después
tampoco ni la cerrazón absorta del 98 ni la huera fraseología posterior de
1939. Y es que la definitiva unidad de España ha de alcanzarse ahora
precisamente a través de las autonomías que fijen, clarifiquen y enlacen los
distintos retazos de la gran piel de toro.
Así las cosas, es preciso que Andalucía construya un frente
común. Es preciso que se unan todas las Andalucias en una autónoma, más alegre,
más alta, más ensimismada.
Es preciso que los partidos y las ideologías den un compás
de espera a sus propios proyectos y las ideologías den un compás de espera a
sus proyectos, y trabajen reunidos en el más urgente y fervoroso: Andalucía.
Es preciso que se inventaríen nuestras realidades desde aquí
mismo, sin atender datos de fuera, ni soluciones, ni consejos, ni más buenas
palabras, ni más paños calientes. Es preciso que Andalucía yerga su frente y
mire sus cultivos, sus industrias, sus campos y sus mares. Así las cosas, es
preciso que recuerde otros tiempos. Sus hijos de otros tiempos a los que nadie
compró ni apabulló. Que recuerde la Vereda de la Plata, la rebeldías de las
Alpujarras, Sierra Morena, los garrochistas y los aceituneros de Bailén, los
liberales antifernadinos, la Junta Soberana de Andujar en 1835, La Internacional
Socialista de Málaga en 1870, la Constitución Federalista de Antequera en 1883,
las agitaciones campesinas en el primer cuarto de este siglo contra oligarcas
que ni siquiera vivían aquí. Que recuerde a los promotores de sus ideales y de
su libertad: a Guzmán Sertorio, a Fermín Salvochea, al maestro Escosura, a
Picavea, a Álvarez de Salamanca, a Díaz del Moral, a Fermín Requena, a Méndez
Bejarano, a Isidoro de las Cajigas, a Blas Infante, a todos su héroes sobre
cuya muerte ya ondea la bandera que ellos mismos soñaron. Es preciso que
Andalucía recuerde tantas luchas y vidas por seguir siendo ella y vuelva en sí
de su desdén histórico que la hizo siempre ser la malentendida.
La última lucha, la última vuelta en sí que se propone, es
el Congreso de Cultura Andaluza que inauguramos hoy, en un nuevo Domingo de la
Resurrección. La reina descalza, la hermosa reina todavía harapienta, se
incorpora de su duermevela, levanta con sus manos encallecidas el espejo mágico
casi olvidado ya, reconoce las iluminadas facciones, empuña la bandera de su
dominio, una bandera en la que no se sabe si a la esperanza la representa el
verde, como suele, o el blanco, que es lo que está por hacer todavía. La reina
se levanta ágilmente y rompe a cantar con la voz hecha júbilo.
Las ocho bellas hermanas y sus hijos, dondequiera que se
encuentren, vuelven hoy atrás los ojos un momento, apenas un momento, lo
suficiente para rememorar el tiempo el que fueron la primera irradiación
cultural de Occidente, antes de que las expulsiones de árabes, moriscos y
judíos echaran un tenebroso velo sobre el brillo y la gloria de sus mil y una
noches de sabiduría. El tiempo en que los nombres andaluces “tanto por plumas
cuanto por espadas”colmaron la Historia de ese anhelo denominado España, el tiempo
en que los caballeros del Sur arrebataron, allí donde estuvieran, “en la
sortija el premio de la gala, en el torneo el de la valentía”. El tiempo desde
las Cortes de Cádiz hasta el asesinato de Cánovas y la exaltación de Silvela,
andaluces los dos, en que España vivió bajo la hegemonía andaluza y en el que
las ideas se pronunciaban con acento andaluz...
Rememore el tiempo mas reciente, en que la poesía levantó
sus claros surtidores en los patios sureños y fueron poetas andaluces los dos
últimos Premios Nobel españoles. Un momento su mirada hacia atrás las ocho
hermanas, un momento hoy, porque ni el verde ni el blanco de su enseña
consienten en recordar las injusticias. Un momento hoy para enseguida dirigirse
adelante a un futuro difícil y espléndido a la vez. El futuro en cada hijo suyo
tenga trabajo sin precisar salir de su paisaje, en que cada hijo suyo sea y se
sienta dueño de su trabajo y de su pan, y su destino, el jubiloso destino de
haber nacido andaluz hasta la muerte, andaluz otra vez con la ilusión de serlo.
Al terminar la “guerra de los tres años”, gran parte del
pueblo español tuvo, entre otras causas porque la guerra al fin había
terminado, un verdadero ataque de ilusión. Se dejo llevar por su propia
esperanza, por su deseo de iluminación, por su afán de descanso, por su
infinita ansia de encontrar un Mesías. Pronto los ídolos le dejaron los dedos
manchados de purpurina y vió que las estrellas y los luceros eran de papel de
plata. Un pueblo secularmente acostumbrado al hambre, tuvo el postrer denuedo
de creerse, lo que, a diario, se le repetía: su grandeza, su vocación de
imperio, su autarquía, su reserva incomparable de valores que lo elevaban a
“cantera espiritual de Occidente”. Hasta que ya no fue posible el autoengaño.
Hasta que descubrió el terrible timo de estampita. Y entonces el pueblo se
desentendió. Prefirió hablar de fútbol o de toros o de apariciones de María
Santísima. Con los ojos cerrados para no ver la corrupción de las alturas, para
no tener que aullar su desencanto porque las grandes luces de la historia se
hubieran transformado en bombillas de quince vatios para nada. Porque apretarse
hasta la estrangulación los cinturones no habían servido sino para que a unos
cuantos les engordaran la bolsa y la andorga. Porque los gritos rituales y las
desaforadas promesas de una era triunfal, se fueron transmutando en
transistores, vespas, tocadiscos, frigoríficos, lavavajillas, coches
utilitarios y pisitos a plazos. Porque los ríos de sangre derramada concluyeron
empapándose con los impresos de las letras de cambio.
España ha vivido cuarenta años en medio de una absoluta y
esencial desilusión. No sabemos si está saliendo enteramente de ella y aun
salir de una desilusión no es todavía estar ilusionado. Sin embargo, con una
ciega seguridad yo conozco que lo principal que exige nuestro pueblo, que lo
principal que exigimos es esto: la ilusión, la ilusión de sentirse vivir, de
tocarse, de mirarse a los ojos reabiertos, de recuperar su enorme capacidad de
entrega, de amor, de regocijo y de modesto orgullo. Sin ilusión este pueblo no
da, no lo ha dado jamás, un solo paso. Sin ilusiones se negará a colaborar, a
acatar ordenes, a recibir sugerencias, a hacerse coherente y flexible, a
aceptar y ofrecer sus diferencias fraternales y aun sus contradicciones. Sin
ilusión volverá a ocultar bajo el ala de nuevo la cabeza para dormir, para
soñar, para ignorar la verdad. La verdad que duele porque, al tiempo salva y
hace libres. Sin ilusión continuara exigiendo lo que antes, pero más que antes.
Un piso mayor, una parcela mayor, un chalet mayor junto a un mar mayor. Tener,
tener, tener…, sencillamente porque cuando no somos-o no nos dejan ser- nos
transformamos en coleccionistas y queremos, por lo menos, tener cosas y cuanto
más, mejor. Y esa ilusión solo se logrará distribuyendo a manos llenas, por ósmosis, a través de vasos comunicantes, o como quien siembra trigo, surco a
surco, la flor de la cultura, promocionando la alegría igual que un detergente
que elimina las manchas. Edificando en este sombrío descampado, lleno de
suciedad y de latas vacías, en que hemos habitado a tientas tantos años
oscuros. Llamando a las cosas por sus nombres simples y limpios. Confiando,
sinceramente, en el pueblo y sus poderes, sin coartarlo. Porque nuestro pueblo
andaluz siempre ha entendido mejor las palabras de los poetas que la de los
políticos, y a este pueblo cercenado, desmochado, atiborrado de somníferos, le
fueron arrancados su cántico y su voz. Ahora hay que devolvérselos y vendrá la
ilusión. Balbuceante al principio, tierna como un botón de rosa, inadvertida
como la primavera, muy poco a poco, pero inundándolo todo con su olor y su
clima, sosteniéndolo todo, verificando el milagro, tan demorado, de transmutar
una masa en un pueblo.
Porque mirar a nuestra cultura hoy produce el mismo
escalofrió que mirar un desierto nocturno y enemigo. Pertenecemos a un pueblo
que no se reconoce todavía, que se encuentra distante de si mismo,
despreocupado, a la fuerza, de cuanto fue y cuanto pudo ser. Un pueblo al que
se ha condenado a la ignorancia, a ignorancia perpetua, pena que no se adobe
con ningún indulto ni ninguna amnistía, pena que hay que romper como se rompe
una cadena: con rebeldía, decisión y brío.
Durante siglos han sido desvalijadas nuestras bibliotecas,
desguazados nuestros monumentos, saqueados nuestras iglesias y museos, puesto a
la venta cuanto podía ser vendido. Más de un tercio de los documentos que aún
conservan nuestros archivos, después de haberse expoliado toneladas de
Historia, precisan restaurarse. El presupuesto anual de nuestras bibliotecas
públicas oscila alrededor de cinco mil pesetas. Los bibliotecarios son, en número,
los que hace un siglo largo. Los ateneos, concurridos de polvo y desinterés,
languidecen entre olor a polilla. La cultura, al volver, no encontrará donde
sentarse. Los organismos que la dictadura creó para ocuparse de ese objeto
potente y delicado a la vez que es la cultura fueron una aplastante burocracia
instrumentalizada por el control político y por la propaganda ideológica. Sus
funciones esenciales eran centralizar y prohibir. Ni un ápice positivo provino
de ellos. Se redujeron a censurar, a eximirse y a ver, igual que los tontos, el
dedo que señala la luna, en lugar e ver la luna.
El alma se desorbita imaginando los miles de millones
gastados en mantener a un pueblo lejos de su cultura por turbios organismos que
sufraga él mismo. ¿Y es que concluye aquí el censo del destrozo? ¡Ojalá fuera
así! Mucho mayor, más hondo es y más irremediable.
Porque el Diccionario de la Real Academia tiene de la
cultura, como de muchas otras cosas, un concepto muy parco. Según él es, y ni
siquiera en el sentido directo, sino en el figurado, “el resultado o efecto de
cultivar los conocimientos humanos y de afinarse, por medio del ejercicio, las
facultades intelectuales del hombre”. A mí me parece éste un sentido
excesivamente figurado. La realidad es más alta, la realidad es más profunda.
La cultura ha de entenderse como algo mucho mas definitivo. La suma de una
raza, de una casta, de unas lenguas y sus emanaciones, de una tradición, de una
historia, o mejor, de una intrahistoria, o sea, la historia verdadera, cuyos cauces
son subterráneos y pristinos y transcurren indiferentes a los modos externos de
esa historia. La suma de unas religiones, de unos comportamientos, de unos
ideales, de unas artes ya asimiladas y dirigidas y de todas sus
manifestaciones. Para mí, la cultura es el único concepto en que puede apoyarse
y crecer el concepto de patria. Precisamente por ser el camino más recto para
la autoidentificación y autoafirmación de un pueblo. Se trata de una creación
colectiva siempre en trance de irse haciendo, jamás hecha del todo. Como el
amor, que se va haciendo. Porque lo contrario seria su momificación, su
clausura son conversión en objeto de estudio o de museo, y la cultura es ante
todo vida, igual que una lengua que se habla y prospera o viene a menos. Nada
muerto se arriesga. Y la cultura si, y luego, como consecuencia, la cultura es
obra en común: una herencia o un recado que se recibe y ha de incrementarse y
transmitirse a los que después vengan.
Desconfío de ese afinamiento de las facultades intelectuales
del hombre. Para mi, la cultura es mucho más. O quizás mucho menos, otra cosa.
Creo que hay vías de conocimiento no intelectuales, sino viscerales. Creo que
la cultura como concepción vital actitud ante el mundo se adquiere, sobre todo,
por vías respiratorias o por vías lácteas, es decir, respirando y mamando,
naciendo en la mitad de un aire, de una ciudad y un entorno, sintiéndose
envueltos por él, pronunciando de un modo peculiar un idioma, pasando ante unos
monumentos, siendo afectado por vocaciones transmitidas, contemplando unas
huellas, insertando lo personal en un cañamazo previo y casi invariable o acaso
invariable…
La cultura actúa siempre de abajo arriba, la más subida y
verde rama del árbol es una extremidad de la raíz. Los árboles más viejos
comienzas a morir por la copa,que es su exterior inmediato y mas reciente.La
cultura actúa siempre de dentro a fuera, característica de ella es su
espontaneidad: la cultura es lo contrario, del énfasis, de lo ampuloso, del
ademán teatral y vacío. De ahí sus dos notas derivadas; La cultura, primero, es
lo contrapuesto a los personalismos; los intelectuales no son sus
protagonistas, ni sus depositarios, ni siquiera sus guardias de circulación,
son sólo unos observadores atentos que, en ciertos casos, y milagrosamente,
producen una concreción de tal cultura: una suma culturae, como el lugar en que
nos encontramos hoy, por ejemplo; pero la habitual aportación de la cultura
puede ser más prestada, más vehicular y más medular del pueblo, más hecha de
gestos cotidianos. La segunda nota de la cultura es lo contrapuesto a las
imposiciones, a los señalamientos, a las consignas y a las directrices. Nada
hay más anti-río que un pantano o una presa. Un río puede sumirse o inundar o
estirarse y sigue siendo río: lo antifluvial son las obras hidráulicas….
Pensando así, mirad cuanta es la inaplazable, la insistente
urgencia de este Congreso de Cultura, que hoy lanza por mi boca su primer
vagido, y cuyo protagonista es el pueblo, o sea, nosotros, y su autor, el
pueblo faenado codo con codo, y su objetivo el pueblo, en cualquiera de sus
pertenencias, circunstancias, complejidades, posibilidades o
expresiones.
La mejor forma de resolver un problema es investigar sus
causas y sus interrelaciones con los otros problemas. Y así, con la intachable
y eterna voluntad andaluza de belleza a la que agrega la actualizada aspiración
a un compartido bienestar, el Congreso de Cultura podría ofrecer a nuestro
pueblo, es decir ofrecernos, su primitiva imagen, eliminando los infames
retoques y la propuesta de unas conclusiones que ese pueblo, nosotros, pueda
asimilar como propias para cumplir su porvenir, de acuerdo con su Historia.
Porque la Historia no es simétrica, pero en ella, de una manera sutil,
coinciden siempre memoria y profecía. Vivamos, pues, a partir de este instante,
una hora de esperanza y de recuperaciones; no de iras y de perdidas. Una hora
de corregir lo que otros no supieron ni quisieron hacer. Una hora de exigir de
cada uno, rotunda y solidariamente, bajo juramento, erigirse cada uno en
responsable de su conciencia, de su casa, de su oficio, de su trozo de acera,
de su trozo de la ciudad en que vive, de su trozo de Andalucía.
Quienes quieran lo mejor para su patria, conózcanla antes a
fondo: porque es el conocimiento quien engendra el amor y el amor quien
multiplica y perfila el conocimiento. Eso es lo que aspira a demostrar este
Congreso. Y naciendo en el sitio en que nace, en este reducto tantas veces
sagrado y venerable y materializador de cultura, no es posible que fracase.
Para fortificar tal seguridad yo pido por amor, solo por amor, que es una
obligación devota, que es un trabajo liviano, que es un jocundo esfuerzo, yo
pido la apasionada colaboración de todos, que para todos hay tarea en la larga
marcha que hoy iniciamos hacia la Andalucía de la Promisión.
Hermanos andaluces, para que desde ahora podamos serlo con
más orgullo, con más seguridad, con más ilusión, con más gozo que nunca
¡¡VIVA ANDALUCIA VIVA!!
Córdoba 2 de Abril de 1978
Fuente: PADILLA MANGAS, Ana, Córdoba de Gala, Caja Provincial de Ahorros de Córdoba, 1993