¿Qué hacemos con el nacionalismo andaluz?

(Publicado en las nueve cabeceras del Grupo Joly)
12.04.2012
En política, como parte de la vida, valentía y honradez son valores que deben cotizarse. En una de las entrevistas publicadas por el Grupo Joly en la magnífica síntesis de los efectos tras treinta años de autonomía, Julio Anguita reconocía sin "empacho" cómo gracias al PSA la izquierda tradicional se hizo andalucista. Aunque siempre nos quedará la duda de si fue por mera táctica o sincera conversión, la afirmación representa todo un homenaje a lo que el nacionalismo, enfrentado de cara a su muerte o resurrección, ha significado para la historia reciente de este pueblo.
Tras las últimas elecciones, la situación es crítica y el riesgo de desaparición o entierro más que evidente. Ya antes lo era. Posiblemente, el andalucismo político no se merece estos resultados, como tampoco Andalucía se merece un partido que ha llegado a esta situación por mor de propios y reiterados errores, más que fracasos electorales, en el tiempo. A los pecados originales, hábil y periódicamente aireados desde el poder, cabe unir un pueblo que no ha encontrado en sus siglas utilidad alguna. Ahí queda la historia: sin precedente alguno en el pasado, tras su espectacular irrupción y trascendente trabajo en pro del 151, fue incapaz de gestionar su éxito en 1979 y tras un cierto repunte en 1990, dos rupturas aliñaron una crisis que, paradójicamente, vendría justo después de tocar poder en el Ejecutivo andaluz. Y que no lo olvide IU-CA.

Esta incontestable realidad, junto a múltiples matices que serían imposibles de resumir, hacen que el nacionalismo hoy, pese a su nítida declaración programática, sea percibido como innecesario, ambiguo, oportunista y dividido. La ausencia de tal conciencia entre los andaluces no implica que no sea necesaria, como dijera Blas Infante; es más, las tradicionales banderas e iconos del nacionalismo han sido arrebatadas por un régimen que, curiosamente, ahora retoma exigencias de cumplimiento estatutario a Rajoy entre aireadas defensas de la dignidad e identidad andaluza. La historia se repite.
Pero si los errores fueron sólo suyos, de las decisiones del andalucismo depende la viabilidad de un proyecto que consideramos necesario para Andalucía. El andalucismo ha sido el único ámbito que ha alertado durante la campaña de los riesgos de dilapidar los réditos de un autogobierno de primer orden competencial. La formación que más ha incidido sobre el aspecto humano del drama del paro más allá de la culpabilidad, de las causas y sus cifras. Otros, en cambio, se han acusado de ser más corruptos, más sociales o menos mentirosos: en la estrecha dicotomía entre izquierda y derecha, los andaluces han preferido los ERE a la incertidumbre de una reforma laboral o un cambio. Hemos votado con libertad pero han sabido gestionar nuestros miedos y, en ese escenario, Andalucía no sólo es tan inexistente como su voto innecesario. Sencillamente, los andaluces no se reconocen ante esa marca, sus discursos y propuestas.
¿Errores? Muchos y de todo tipo. Posiblemente Pilar González haya sido una buena candidata que le ha tocado pelear con el equipo más débil, peor equipado, sin altavoces y en el más difícil de los terrenos de juego. La de mayor convicción en el proyecto y en el peor de los momentos. Sin embargo, quienes ahora la critican y la tutorizan parecen carecer de responsabilidad antes los hechos que presagian un entierro en mausoleo que se nos antoja muy vacío.
Ojo, no se trata de defender a una líder. En el andalucismo no sobra nadie que quiera construir. Todos -militantes y andaluces- formamos parte de la solución y del problema. Reducir la intensidad y profundidad de un debate estructural en el que todo -todo- debe quedar sobre la mesa, a una mera disputa por un cargo, es profundizar aún más en el personalismo que tanto daño ha hecho y hace a esta ideología. Es cerrar los ojos al futuro y volver la espalda a la historia. El andalucismo, fiel a su tradición, ha tenido y puede tener el enemigo dentro si se enfrenta a un periodo congresual donde todo se resuma a un debate personal o a una lista única. Por lo pronto, vale la pena recordarle los orígenes y sus símbolos: el primer congreso duró un año y comenzó en una universidad para finalizar en el cine de un barrio obrero.
Es tiempo de madurez y diálogo. De dar un paso adelante o atrás, a sabiendas de que nadie posee la solución, salvo la voluntad de encontrarla en compañía de otros. Y he ahí el gran reto: ser capaz de enfrentarse a un debate vital sin salir más dañado de lo que se está. Es hora de evaluar y de escuchar con valentía y honradez; con método y sin apasionamientos o cegueras mesiánicas. Hasta donde reclama Infante. Difícil sí, pero no tanto como el día a día de muchos andaluces.
Tomás Gutier y Manolo Ruiz.
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