Andalucía ante la Segunda Transición

España atraviesa una segunda transición. Andalucía ni está ni se la espera. El tiempo de la reforma constitucional ha concluido. Si llega, lo hará tan tarde que resultará inútil.
La crisis nos ha hecho comprender que los problemas de reparto de poder suscitados por la Unión Europea y por Cataluña no admiten margen de maniobra para el régimen del 78. Uno y otro remiten a la ley de gravedad por la que todavía se rigen las sociedades: la soberanía. Cualquier reforma que afecte a la soberanía exige un cambio sustancial del texto constitucional. El revuelo desatado por la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto catalán ha puesto de manifiesto que el poder político en su faceta territorial, pero en igual medida la composición nacional del Estado español, necesitan un abordaje ciudadano. No es sostenible que un órgano como aquél redefina continuamente el régimen autonómico, deteriorando el valor de norma institucional básica de los Estatutos de Autonomía y los derechos allí consignados.
Fue el movimiento 15-M el que detectó la crisis de la soberanía. El deterioro de las condiciones de vida y los derechos sociales nos llamó a situar el foco de atención sobre la democracia. Porque la sociedad tomó conciencia de que su voluntad no valía frente a las exigencias de los mercados.
Y es en esta tesitura donde asoman cambios profundos en el panorama constitucional español. Estos cambios son abiertamente defendidos por movimientos políticos y sociales que abogan por un proceso constituyente, a los que se unen otros que postulan reformas de diferente nivel, pero que en el fondo, de llevarse a efecto, supondrían una alteración total de la Constitución.
La aprobación de una nueva Constitución española conviene a Andalucía. Ahora bien, con ciertas condiciones. La más perentoria es la de que ésta se implique, que tome parte como sujeto político que es. Andalucía es un sujeto político con autonomía jurídicamente reconocida; una nacionalidad, además, y no una región. Esto es así por decantación histórica y cultural, claramente, pero ahora también por razones jurídicas y constitucionales. Ejerció su derecho a decidir el 4 de diciembre de 1977 (anticipándose en las calles a la Constitución española) y el 28 de febrero de 1980 (plebiscitando en las urnas su primer Estatuto).
En este sentido jurídico y constitucional no lo era cuando se inició la primera transición: el Estado franquista había negado a todas luces la existencia de nacionalidades con poderes e intereses propios. Pues bien: ya no es así. De modo que, para que la Constitución venidera sea democrática, ésta habrá de tener presentes en el momento de su creación a las Comunidades Autónomas y, entre ellas, a las nacionalidades y a las regiones. A ellas habrá de corresponder la ratificación o el rechazo en referéndum del proyecto de Constitución que sea fruto, en su caso, del pacto entre representantes de distintas comunidades.
Antes de sentarnos a hablar con otros pueblos es preciso que nos miremos al espejo. Andalucía necesita decidir qué grado de autogobierno va a retener y cuáles son los poderes que va a delegar al Estado central (Federación) y a la Unión Europea. La experiencia autonómica de cuatro décadas ha puesto de manifiesto los obstáculos que para el desarrollo económico trae consigo un reparto de competencias articulado de arriba hacia abajo. Con la autonomía ha resultado imposible emprender la reforma agraria, evitar el arrebatamiento de competencias sobre el río Guadalquivir y, más recientemente, paliar el problema de la vivienda. Los problemas de Andalucía no son debidos a un gobierno, a una política ni a una ley concreta. Son estructurales y endémicos, intrínsecos al peculiar sistema económico y político que hay en España. Por eso ningún gobierno autonómico ha podido, puede ni podrá solventarlos. Ninguno. A este respecto es preciso abordar aquellas cuestiones sobre las que la actual Constitución  impide decidir a la ciudadanía andaluza.
Lo que planteo es que la Constitución del futuro derive de un proceso constituyente desde abajo. Es lo más coherente con la lógica democrática que se aspira a regenerar: para que la Constitución española sea de todos tiene que dejar de ser española. Quiero decir que debe partir de las Comunidades Autónomas, de las nacionalidades, entendidas como la cristalización institucional de un auténtico poder constituido anterior al nuevo código constitucional, y que llaman a los pueblos a ejercer la función constituyente.
Conviene recordar que las transiciones y las constituciones no se improvisan. La sociedad que cree eso es castigada duramente: para empezar no hace la transición, sino que se la hacen. La segunda transición marca una hoja de ruta: primero la Constitución federable de Andalucía. El nuevo proyecto histórico contempla a España como país de países. Andalucía también es uno de ellos. La segunda transición no será española ni catalana.
Si España ha perdido su Constitución, hace tiempo que Andalucía perdió su Estatuto. El paro que hoy tiene España lo ha soportado Andalucía durante cuarenta años de régimen del 78. Ninguna alarma había saltado. Peor aún: se nos ha defenestrado, se ha minado nuestra conciencia como antídoto contra la esperanza que nos caracteriza. Es hora de pensar en nosotros, y por nosotros mismos, una vez más. El País Andaluz ha de configurar una posición a la altura de su gente. Su dignidad no depende de la Constitución. Al contrario. Y como es al contrario, toca a Andalucía hacer su propia Constitución.
Por resumirlo en una expresión: sin reconocimiento no hay justicia social, sin Constitución andaluza no hay transición. De las elecciones del domingo depende que Andalucía sea un laboratorio partidista o un pueblo con futuro.

Rubén Pérez Trujillano

Fuente original: The Social Science Post